Dos estrellas en la gloria

Angel Mateo Charris

Catálogo «Equipo Límite. Espai d’art la Llotgeta» 1995

  Para algunos la gloria es un guateque con trompetas y con arpas, con camisones blanquísimos y cabezas de angelotes; para otros un harén bien surtidito o un sillón en la Academia o una cara de bronce en una plaza. Muchos no saben qué es y muy pocos le hincan el diente. Pero el día en que Cari y Cuqui entraron en aquella vieja tienda de juguetes, un inmenso almacén de quincalla y souvenirs con estantes repletos de latones y de plástico, supieron que estaban en la Gloria.

  Mientras recorrían el largo pasillo, bajo un cielo de muñecas y pistolas, flanqueadas por cocinitas de formica y candelabros de cisne, cientos de cuadros comenzaban a esbozarse en algún rincón de la historia del arte. De entre la gran maraña de objetos, poco aptos para paladares estéticamente correctos, comenzaban a iluminarse las pequeñas joyas que se unirían a su colección de diamantes de plástico y esmeraldas de baquelita. Los Cacharros y los envases las llamaban desde sus estantes y les suplicaban un lugar en sus cuadros y en el mundo, les pedían que los sacaran de su oscuro enclaustramiento de décadas, de su triste presente de objetos trasnochados y obsoletos. Solían estar únicamente a la merced de doctos estudiosos de lo kitsch (la horrible palabra con sabor a licor de cereza), o de sádicos anticuarios que no los querían a no ser que se pudrieran de viejos o al menos lo pareciera. Pero allí estaban ellas, un equipo sin límite a la hora de apiadarse de sirenitas de conchas y ceniceros taurinos, dispuestas a cargar con todo lo que sus bolsas y sus monederos les permitieran.

La una (¡Cuqui-mira-mira-Cuqui!) y la otra (¡Ay-Cari-mira-Cari!) se comunicaban sus mutuos descubrimientos y notaban cómo se les abría una nueva estancia en su universo de ideas y de temas. Las negras zubonas de una colección de vasos sesentones se iban del brazo con Silvestre y con Piolín y en procesión les seguían muñecos e anatomía con jarritas de porcelana: cada uno elegía su Cuadro y se llevaba con él a quien más creía conveniente. De un televisor cascado del dueño del almacén saltaron Mister Proper y Songoku.

  La emoción de las pintoras Crecía cuanto más se ennegrecían sus dedos con el polvo del olvido. Habían encontrado en aquella oscura tienda de provincias su árbol del membrillo: la zanahoria que las haría trabajar los próximos meses. Habían visto los cuadros que luego tejerían con su lenta labor de ortebrería pictórica.

  Cuando cargadas y sonrientes salieron a la calle, despedían un halo de estrellitas y arco iris, zurrían como sacos de cristalinas y habían crecido diez centímetros cada una. Les acompañaba una estela luminosa y un olor como de algodón de azúcar rosa.

  En sus ojos se intuía la mirada del que ha tocado la gloria con las manos.